Época: Expans europea XVI
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1600

Antecedente:
Imperio Germánico



Comentario

Contando con negativas circunstancias se produjo la elección imperial a la muerte de Maximiliano. A pesar de las pretensiones del rey de Francia Francisco I, se impuso la opción representada por otro candidato, Carlos, que ya era rey de las Españas, mejor colocado por su pertenencia a la dinastía de los Habsburgo (la cual venía ocupando el trono imperial desde mediados del siglo XV) y que contó además con el fuerte apoyo económico que le prestaron destacados hombres de negocios alemanes para inclinar la voluntad de los componentes del Colegio Electoral hacia su causa. Nacido en la ciudad de Gante en el año 1500, hijo del matrimonio entre Felipe el Hermoso de Austria y Juana, hija de los Reyes Católicos, por tanto nieto del recién fallecido emperador y de los titulares de la Monarquía hispana también ya desaparecidos, Carlos fue nombrado nuevo emperador en 1519, convirtiéndose así en señor de un amplísimo conjunto territorial y en el hombre más poderoso de Europa, gracias a las leyes de la herencia y al azar de los acontecimientos que tuvieron que producirse hasta llegar a recibir de forma un tanto fortuita la sucesión de las posesiones españolas.
Por una u otra causa, antes de cumplir los veinte años Carlos se vio al frente de un inmenso Imperio que abarcaba las tierras heredadas de su padre al morir éste prematuramente en 1515: los Países Bajos, Luxemburgo, Artois, el Franco Condado...; las que le llegaron por parte de su abuelo materno, Fernando el Católico, fallecido en 1516: la federación de Aragón, Cataluña y Valencia, junto con Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Baleares...; las recibidas al decretarse la incapacidad de su madre: la extensa Corona de Castilla y sus tierras extrapeninsulares (Canarias, las plazas africanas...), a las que habría que sumar las recién descubiertas posesiones americanas; y por su abuelo paterno las procedentes del patrimonio de los Habsburgo, con Austria, el Tirol y las demás zonas circundantes, completándose todo este entramado territorial con los derechos adquiridos sobre el norte de Italia y Alemania al ser nombrado nuevo titular del Imperio romano-germánico.

A esta heterogénea agrupación de extensos espacios sólo le unía la persona del emperador, señor natural de todos ellos. El Imperio de Carlos V nunca llegaría a ser un conglomerado bien organizado ni un conjunto estructurado que se manifestase armónicamente. Por contra, cada parte mantuvo sus propias características institucionales, sociales, culturales, espirituales, sin que se produjera ningún tipo de acercamiento entre ellas, ni siquiera la intención de crear una entidad común que les diera cierta coherencia. Las fronteras entre los Estados del Imperio permanecieron intocables, agudizándose incluso los sentimientos protonacionalistas de sus poblaciones, que veían como extranjeros a los naturales de los otros países. Para aumentar aún más esta falta de unidad, se daba el hecho de que las diversas tierras escasamente aglutinadas por la figura del titular imperial no formaban un todo continuo, no limitaban todas entre sí, sino que presentaban grandes rompimientos geográficos, constituyéndose así una especie de mosaico con piezas muy diferentes que aparecían separadas dentro del mapa europeo, situándose algunas por lo demás en lejanas zonas, más allá de los mares que lo circundaban.

Para estar representado debidamente en cada una de estas partes como cabeza de dominio señorial, dado que no podía residir ni permanecer demasiado tiempo en todas ellas, Carlos delegó su poder supremo en una serie de familiares, de personajes aristocráticos y de altos funcionarios que, según las circunscripciones sobre las que actuaban, fueron denominados virreyes (en la Corona de Aragón, en Nápoles, México y Perú), o gobernadores (en los Países Bajos y el Milanesado). Un caso especial lo constituyó su hermano Fernando, que desde muy pronto quedó directamente vinculado a la institución imperial y, todavía más, al conjunto patrimonial de los Habsburgo. Reactivado el Consejo de Regencia del imperio en 1521, estuvo en él como representante fijo del emperador; al año siguiente, en función del Tratado de Bruselas de 1522, recibió los territorios austriacos, continuando allí la tarea modernizadora de su organización estatal ya iniciada por Maximiliano I, viendo además incrementado su poder en aquella zona desde 1526 al ser nombrado monarca de Bohemia y Hungría tras la muerte del rey Luis en Mohacs.

En el débil aparato de gobierno centralizado que pretendía dirigir la política imperial, se destacó inicialmente la Cancillería, más concretamente quien la ocupó durante bastantes años, a saber, Mercurino Gattinara, originario del Piamonte, por su intento de darle un sentido programático a la idea del imperio, de querer que la teoría política imperial tuviera mayor coherencia doctrinal, vinculándola para ello a las directrices del Humanismo erasmista que se mostraba defensor de la unidad del mundo cristiano y de la paz universal basada en el dominio del emperador cómo instancia superior de poder jerárquico. Pero la existencia consolidada de los Estados nacionales, la oposición de éstos a cualquier tipo de sometimiento a las ya casi anacrónicas autoridades universales, la mayor eficacia de sus maquinarias burocráticas, de sus ejércitos y de sus sistemas hacendísticos, en claro contraste con la debilidad e insuficiencia que la institución imperial mostraba respecto a estos medios de acción estatal, hicieron muy pronto inviable las aspiraciones, si realmente llegaron a darse, de control supranacional, derivando en consecuencia la vieja idea imperial hacia una más moderna de imperio-potencia, que se basaría en la posibilidad de disponer de mayores recursos humanos y económicos que sus rivales, es decir, de poder operar llegado el caso con una numerosa y robusta fuerza militar, siempre contando además con la superioridad teórica que proporcionaba la gran extensión de los dominios imperiales y lo estratégico de la situación de muchas de sus partes.

No obstante, lo que podía ser una ventaja también ofrecía serios inconvenientes. Las dimensiones del Imperio resultaron excesivas para los tiempos que corrían; no se pudo atender con eficacia los problemas planteados por los diferentes Estados que lo integraban, a menudo enfrentados entre sí; los enemigos aparecían por todos lados, no sólo los exteriores, especialmente franceses y turcos, sino además los interiores, opuestos a la tendencia absolutista que empezaba a dominar en otros ámbitos, al centralismo que se deseaba imponer, aunque éste fuera más teórico que real. Por si todo esto fuera poco, el estallido de la Reforma y su posterior desarrollo ahondaron las diferencias, aumentaron las divisiones dentro de los límites del Imperio, socavando todavía más la autoridad suprema del emperador al sumarse la contestación religiosa a la política.

Por otra parte, la complejidad de la administración de tan vasta superficie de tierras hizo necesaria la formación de varios bloques o apartados burocráticos, al frente de cada cual quedó destinado un alto funcionario, persona de confianza del emperador que asumía una parte de las responsabilidades que hasta la fecha de su muerte, acaecida en 1530, había concentrado el poderoso canciller Gattinara. Desde entonces, los reinos hispanos e italianos y sus posesiones y colonias fueron controlados por el secretario real Francisco de los Cobos; las zonas septentrionales y centrales que se encontraban en las proximidades de Francia (Países Bajos, Luxemburgo, el Franco Condado... ) por el también secretario Granvela, mientras que Fernando, el hermano del emperador, continuó encargado de los asuntos alemanes y de los correspondientes a los territorios patrimoniales de los Hasburgo, responsabilidad que se haría todavía más consistente desde el momento en que se produjo la doble abdicación de Carlos V en 1556, correspondiéndole a Fernando los citados territorios austriacos y germánicos, y al hijo de Carlos, ya como Felipe II, las posesiones españolas, italianas y borgoñonas y las de Ultramar. Quedaba así dividido en dos grandes partes el que había sido inmenso imperio carolino, cuyas dimensiones desproporcionadas, no volverían a repetirse, a pesar de que los dos conjuntos resultantes de la repartición pudieran a su vez ser considerados como sendos Imperios territoriales. Cansado, enfermo y parcialmente derrotado en sus ideales, el viejo emperador buscó unos últimos momentos de sosiego en su retiro hispano de Yuste, donde moriría en 1558.

Así, pues, tras la desaparición de Carlos V la Corona imperial pasó a Fernando I (1556-1564), aunque a partir de éste el título de emperador y la referencia del Sacro Imperio romano-germánico perdieron casi todo su significado originario y su proyección universalista. Fernando I a duras penas pudo ejercer su autoridad en las fragmentadas tierras germánicas, donde procuró por lo menos mantener la paz religiosa, mientras que su mayor interés residió en ejercer el gobierno de los territorios austriacos patrimoniales que poco a poco se estaban convirtiendo en un poderoso foco de influencia y de control de la Europa central. Pero ni en uno ni en otro ámbito logró construir un moderno Estado absolutista, aunque sí potenció algunos organismos centralizadores (Consejo, Cancillería). No obstante, las fuerzas centrífugas de los poderes locales mantuvieron su autonomía. Dentro de este reducido Imperio germánico, los príncipes y señores siguieron teniendo un poder efectivo e independiente en sus dominios, quedando la autoridad del emperador como meramente nominal. La división religiosa profundizaba aún más las diferencias y agudizaba los contrastes. Este estado de cosas continuaría durante el reinado de Maximiliano II (1564-1576), agravándose en el de Rodolfo II (1576-1612), anunciador de la gran catástrofe que se avecinaba. Por entonces la idea del imperio casi había desaparecido; de hecho, significaba muy poco.